miércoles, agosto 31, 2011

«numero deus impare gaudet»: Dios ama los números impares.”


Traigo aquí, contada por él mismo, el origen del ratio déficit/PIB como criterio sagrado de la estabilidad presupuestaria.
Para los que puedan leerlo en francés, este es el enlace
a ------->  La Tribune


Para quien no, pego una traducción resumida tomada del blog  no sin mi bici




La sorprendente historia de Guy Abeille

“Soy un antiguo funcionario del Ministerio de Economía, destinado entre octubre de 1977 y junio de 1982 a la Dirección de Presupuesto. Me encargué de seguir y analizar mes a mes la ejecución de los presupuestos generales y de proporcionar a lo largo de todo el año la previsión de su saldo, y, en consecuencia, del déficit. Esta información la comunicaba redactando una nota mensual revisada y firmada por mis superiores que llegaba al ministro y, finalmente, al Eliseo.

Al final del ejercicio recibíamos la orden, en función de la proximidad de las elecciones y del clima electoral, de jugar sobre determinadas partidas poco claras de la contabilidad para arreglar el resultado que terminaría siendo publicado, traspasando de un ejercicio a otro determinadas facturas o gastos que se habían vuelto milagrosamente migratorios. Era yo y sólo yo quién entre diciembre y febrero estaba encargado, haciendo gala de inventiva y sagacidad, de establecer la lista cifrada y manuscrita (no se imprimiría nada) de lo que fuera posible hacer para el arreglo. Todo sin otro apoyo que la aprobación oral dada por mis superiores.


La llegada del déficit

En 1973 llegó la crisis del petróleo que cuadruplicó los precios y trastornó la economía mundial. A partir de 1975, con el plan de reactivación de Chirac (un modelo keynesiano de libro) las finanzas públicas se ponen al rojo, un déficit del que ya nunca se saldrá. A continuación, en 1979, llega la segunda crisis del petróleo. El presidente Giscard d’Estaing tiene una fijación: no dejar que el déficit supere la linea de los 30 mil millones de francos. Los dos presupuestos antes de la llegada de la izquierda aguantan en ese nivel (31 mil millones en los años 79 y 80), mediante el arte de los manejos contables que después de tres años de práctica en la Dirección del Presupuesto ya dominaba bastante.


Llega 1981

Con la llegada de Mitterrand, la cifra del déficit se actualiza a 55 mil millones de francos, cifra que el ministro del Presupuesto Laurent Fabius hace pública.

A finales de junio, urge preparar los presupuestos generales del año 1982, que serán los primero con la izquierda en el poder. Pero los nuevos ministros multiplican sus ruegos al Presidente para obtener más créditos para satisfacer sus necesidades. Entonces nos damos cuenta de que vamos a sobrepasar el límite de los 100 mil millones de francos, cifra que ni los más osados jamás se hubieran atrevido a murmurar.


Un encargo de última hora

En estas circunstancias recibimos una llamada del reciente número 2 de la Dirección del Presupuesto, para convocarnos a una reunión a mí y a Roland de Villepin, jefe del despacho. Eramos considerados entre la fauna local como esa especie, rara en la Dirección, de los economistas manipuladores de cifras (somo de alguna forma ingenieros de la economía). Nos hacen saber que el Presidente ha pedido personal y urgentemente disponer de una regla simple y práctica, pero con la marca del experto y por lo tanto sin apelación, que pueda blandir ante los más coriáceos visitantes «presupuestívoros».

Es necesario actuar rápido. Villepin (primo de Dominique de Villepin) y yo, no tenemos ni idea de qué hacer y a decir verdad ninguna teoría económica nos puede orientar. Pero la petición viene de lo más alto. Ponemos pues al animal presupuestario sobre la mesa de disección. Miramos del lado de los gastos, de su volumen, su estructura, con deuda y sin ella, reagrupando por aquí y por allá. Podemos establecer diversos índices, pero ninguno contundente como arma arrojadiza. Damos la vuelta a la bestia del lado de los ingresos: miramos por el lado de los impuestos, pero estos fluctúan con la coyuntura, varios tienen un desfase de un año… Todo es confuso y difícil de argumentar, y nos han pedido algo para la ostentación pública. El camino de los ingresos no tiene salida. Sólo nos queda una vía: el déficit.

El déficit le suena a todo el mundo: tener déficit es estar mal de dinero; o, si se prefiere, tirar de cheques que habrá que pagar mañana. Además el déficit ha adquirido después de Keynes su título de nobleza económica: es una de las variables más visibles de los modelos económicos. Por si sólo, tiene la envergadura y la claridad para salir del paso. ¡El déficit! Pero, ¿que hacemos con él? ¿A qué compromiso hay que someterle para extraer una norma?

La cosa está clara: el salvavidas todo-terreno de los macro-economistas con falta de referencias es el PIB: todo empieza y acaba en el PIB. Todo lo que es un poco grande parece dirigirse razonablemente a él. Así pues, será el ratio del déficit sobre el PIB. Simple; elemental incluso. Con el déficit sobre el PIB, parece que enseguida vemos algo claro.


Un criterio dudoso

Llegados a este punto se impone un poco de reflexión. Comiéncese por notar que el déficit es un saldo, no una magnitud económica de primer orden, sino el resultado de una operación entre dos magnitudes. Este simple hecho, trivial, comporta dos observaciones. La primera es que un mismo déficit puede obtenerse por la diferencia entre dos cantidades de magnitud muy desigual: 20 mil millones son tanto la diferencia entre 50 y 70 mil millones como entre 150 y 170 mil millones. Ahora bien, y esta es la segunda observación, no puede ser en absoluto indiferente a la economía el hecho de que la masa de gastos e ingresos públicos sea de una cierta amplitud (menos del 35% del PIB como en EEUU o Japón) o que lo sea de otra mucho más grande (más del 50% como en Francia o los países escandinavos); sin ni tan siquiera hablar del contenido de cada una de las masas: no es lo mismo un cierto volumen de ingresos con un IVA al 10% y un impuesto sobre la renta que llegue hasta el 80%, que con un IVA al 20% y un impuesto sobre la renta del 30% como máximo. O alinear un mismo volumen de gastos, pero con un 5% de subvenciones en inversión en un caso o del 20% en el otro. Por lo tanto, vemos que el valor del déficit por si mismo sólo tiene un sentido relativo.

La segunda observación afecta a la pertinencia del índice mismo: ¿dividimos coliflores entre zanahorias? Un déficit no es más que una deuda: es la cifra exacta de lo que hace falta pedir prestado a otros, y, por lo tanto, de lo que habrá que ahorrar durante los próximos años para devolver ese préstamo. Dicho de otro modo, mostrar un déficit en relación al PIB, es relacionar el flujo particionado, escalonado, de los vencimientos a pagar en los años venideros con la única riqueza producida en el año de origen. Hay un desfase temporal. De donde se deduce que el único criterio pertinente es el de la capacidad de reembolso en un horizonte dado (que es el del préstamo), la cual está en función, no tanto del déficit consentido en un año dado, como de la deuda global acumulada (ese año, pero también los precedentes y quizás los venideros) y de la previsión que se puede hacer de los recursos futuros, es decir, de la pareja crecimiento/rendimiento fiscal. El resto no es más que imagen.

Ultima observación, más general: un déficit no tiene el mismo sentido económico según sea algo puramente puntual en una serie de años de equilibrio, el cual será reabsorvido en unos años por la reactivación misma de la economía que ese choque habrá provocado (keynesianismo puro), o según sea un jalón más de un largo período de déficits instalados de forma crónica en la marcha de la economía.

Se comprende entonces que fijarse en el déficit de un año dado no tiene sentido. Y que llevarlo al PIB de ese mismo año menos aún. El ratio déficit sobre el PIB puede como mucho servir de indicador. Sopesa una magnitud y proporciona una idea, inmediata, intuitiva, de la deriva, pero nada más. En ningún caso puede servir de brújula de una política económica. No mide nada: no es un criterio. Sólo tiene el valor de un análisis razonado de la capacidad de reembolso, es decir, de un análisis de la solvencia.

Sin embargo, la cuestión política, no económica, permanece: ¿cómo trasmutar el plomo de un análisis razonado de la solvencia en el oro aparente de una regla sonora, impactante, que pueda ser una llave maestra? Es la cuestión que a última hora de la tarde, en junio del 81, se nos plantea.


Fabricar una norma

Presionados fabricamos la idea del déficit sobre el PIB, una redonda y bonita quimera. Ese será el ratio. Queda ponerle una tasa. Es cuestión de segundos. Miramos cual es la previsión del PIB más reciente proyectada por el INSEE (Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos) para el 82. Por otro lado tenemos 100 mil millones de euros de déficit para nuestros presupuestos en preparación. Metemos calculadora: la relación entre los dos no está lejos de dar el 3%.

Efectivamente, el 3%. No tiene otro fundamento que el de las circunstancias, pero está bien. 1% sería poco, 2% inaceptablemente comprometido en estos momentos y con pinta de ser demasiado redondo, prefabricado. Mientras que el 3 es una cifra sólida. Y además, en camino de los 100 mil millones de francos de déficit, marca la última frontera que somos capaces de concebir.

Volvemos a la Dirección del Presupuesto con nuestro 3% del PIB, del cual estamos contentos sin llegar a estar orgullosos, y les decimos que en vista de la hora que es y palabra de economista, es lo más serio y fundado que tenemos en ese momento en la trastienda.


Como se dispara el 3%

Francia se hunde. Mitterrand rebaja el déficit real de 120 mil millones de francos hasta los 95 mil millones que son anunciados, menos que el umbral simbólico de los 100 (nuestro 3% del PIB). Es la primera vez en la historia que Laurent Fabius refiere el déficit al PIB, para volverlo más leve, ya que, al fin y al cabo, el 2,6% del PIB que cita a los periodistas no es más que un pellizquito de este.

En el eterno combate económico con Alemania, el Ministro de Economía, Jacques Delors, es el primero en hacer saber que el déficit no debe sobrepasar el 3% del PIB. Aquí nacen las nociones de «déficits aceptables» y de «cifras razonables». A partir de entonces, en las declaraciones de Fabius, Delors y del Primer Ministro Mauroy, el 3% del PIB es la luz que alumbra el camino. Se convierte en el martilleo de una «política controlada de las finanzas públicas». El proceso de aculturación está terminado: lo que es razonable, no es ver en el déficit un accidente, quizás necesario, pero que es necesario corregir; no, lo que se decreta como razonable es añadir cada año a la deuda solamente una centena de miles de millones de francos.


Extensión del alcance del ratio

Y un buen dia aparece el Tratado de Maastricht. Teniamos el 3% en la manga. ¡En Francia lo usamos, es una cifra de expertos! Así pues, pasa a Europa. Y de ahí se extiendería a todo el mundo. Sin ningún contenido, y fruto de las circustancias, de un cálculo por encargo a falta de algo mejor, un buen dia, ¡voilà el paradigma!

A veces, cuando oigo como un mantra repetir el 3% del PIB, me divierto con ese 3 que escogimos y me viene a la memoria el proverbio «numero deus impare gaudet»: Dios ama los números impares.”


Los Trileros Mayores del Reino y la clave de la reforma constitucional


31 Agosto 2011

Juan Torres López – Consejo Científico de ATTAC.

No hace ni siquiera un mes Mariano Rajoy decía a los cuatro vientos que cuando ganase las elecciones “volverá el déficit cero” (es decir, que en ningún caso la administración pública podría gastar más de lo que ingresara). Antes, le había propuesto a Rodríguez Zapatero reformar la Constitución para introducir la obligación de alcanzarlo y el Presidente del Gobierno se rió de la propuesta en el debate sobre el Estado de la Nación de 2010: “Una reforma que, como saben, es rápida, dado cómo es nuestro procedimiento de reforma constitucional, y que sería muy eficaz para combatir la coyuntura de la crisis. Ésa ha sido toda la reforma original que le hemos oído en los últimos meses y que no tiene ni fundamento, ni eficacia, ni capacidad”. El ahora candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba terció en el debate y también descalificó la propuesta de reforma constitucional diciendo: “Como todos sabemos, la Constitución es una ley que se cambia fácilmente y en un plis-plas nos arregla la crisis” y en marzo de 2011, durante una sesión de control al Gobierno, Rubalcaba recalcó de que “no vamos a imponer por ley del Estado un techo de gasto a las comunidades autónomas, no lo vamos a hacer porque creemos que va contra la Constitución”.

Ahora, de repente, estos tres grandes dirigentes han desarrollado un auténtico trile para hacer que la población mire a otro lado cuando se disponen a someter los intereses nacionales a los poderes financieros con una ilegítima y muy dañina reforma de la Constitución.

Quien decía que la reforma constitucional no tiene fundamento, ni eficacia ni capacidad, propone en el Parlamento llevarla a cabo urgentemente. El opositor que defendía el déficit cero acepta ahora una fórmula que en la práctica puede permite que los gobiernos de turno se salten la estabilidad presupuestaria cuando les venga en gana. El candidato que ironizaba sobre la propuesta de los conservadores afirmando defender posiciones más progresistas, tercia en el debate y entre los tres desvían la atención de los ciudadanos para aprobar una reforma mucho más lesiva para los intereses sociales que el simple control del déficit.

Veamos qué es lo que ha ocurrido.

El Pacto que no es lo que decían que iba a ser

El pasado 23 de agosto Zapatero anunció en el Congreso su propuesta de modificar la Constitución para controlar los déficit presupuestarios e inmediatamente Rajoy le mostró su apoyo. Enseguida hay protestas incluso en el propio grupo parlamentario socialista, cuyos miembros han sido ninguneados y en la sociedad y Rubalcaba se incorpora al debate proponiendo que el acuerdo contemple suficiente flexibilidad en la aplicación del principio de estabilidad (que en realidad es malo en sí mismo y no en función de que sea más o menos flexible).

En unas horas se presenta el acuerdo y aparece entonces la sorpresa que la inmensa mayoría de los ciudadanos son incapaces de descubrir porque sus representantes ocultan lo fundamental del pacto para seguir hablando de lo que en realidad ha terminado por resultar accesorio.

Lo que ha ocurrido es que el PSOE el PP han “descafeinado” la propuesta que ambos habían hecho con anterioridad.

Inicialmente hablaban de constitucionalizar el déficit cero en sentido estricto, en la misma línea del artículo de la constitución alemana que terminantemente pone un límite al déficit público. Pero en lugar de eso el acuerdo señala que una posterior ley orgánica establecerá un límite al “déficit estructural”, un concepto mucho más sutil que puede permitir que el gobierno de turno tenga mucha más facilidad para saltarse el principio de estabilidad que defienden.

El concepto de déficit estructural no es el resultado del simple saldo de las cuentas anuales del Estado sino el saldo que tendrían esas cuentas en unas condiciones ideales: cuando la economía estuviera en pleno empleo y, por tanto, cuando el PIB realmente registrado fuese igual al potencial (el que se alcanza cuando se utilizan todos los recursos de una economía). El acuerdo político que ampara la reforma lo define como “aquel que se deriva de no considerar los ingresos y gastos públicos relacionados con las expansiones y recesiones normales de los ciclos económicos, garantizando así la sostenibilidad a largo plazo de los servicios públicos fundamentales”.

En la práctica esto significa que a la hora de calcular el saldo presupuestario (estructural) al que se le pondrá techo en la próxima ley orgánica habrá que descontar los ingresos y los gastos que no sean “estructurales” (es decir, los que sean resultado de circunstancias más o menos “anormales” que alejan a la economía de esa situación ideal, por ejemplo de una recesión). Pero su cálculo es muy problemático ya que la forma en que se haga será siempre discutible, nunca objetiva y, además, muy fácilmente manipulable.

Por eso, como dice David Lizoain (El insoportable error del 0,4% ) limitar el déficit estructural del país al 0,4% (que es lo que se prevé que establezca la futura ley orgánica) es “una política radicalmente aberrante para una economía avanzada”. En primer lugar sostiene con razón, siguiendo el análisis de Nick Rowe ((What is a “structural” deficit?), que este concepto de déficit estructural no tiene mucho sentido económico ya que responde a criterios políticos más que económicos. Por ejemplo, si dos gobiernos hacen exactamente lo mismo generando un déficit de la misma cuantía pero uno había anticipado lo que pensaba hacer con los ingresos y gastos cuando llegara una recesión y el otro no hubiera adelantado nada sino que se hubiera limitado a hacer lo mismo una vez que se produjo la recesión, la consideración de su saldo debería ser distinta. En el segundo caso se consideraría que el déficit es estructural (porque sería teóricamente resultado de la recesión) y en el primero no.

Y además, Lizoain indica que la medida es completamente irreal: ni la zona euro ni la OCDE en su conjunto tuvieron un déficit estructural inferior al 0,4% ni un solo año en los últimos veinte.

Podemos concluir, por tanto, que lo que finalmente han pactado los dos partidos mayoritarios no ha sido el criterio de déficit cero como habían dicho sino algo muy irrealista y que seguramente solo se pueda cumplir manipulando los registros presupuestarios. Posiblemente, porque así pueden vender a la población, como está haciendo Rubalcaba, que así no hay peligro de que la estabilidad presupuestaria ponga en cuestión los programas sociales (que es lo que lleva consigo la política de estabilidad presupuestaria, sobre todo, en países con déficits sociales como España, tal y como he explicado en mis artículos Razones económicas para rechazar el acuerdo neoliberal entre el PSOE y el PP y Acuerdo PSOE-PP sobre la deuda: un pacto que perjudica a España). Pero eso no quita que, al mismo tiempo, al introducir en la Constitución el principio de la estabilidad, se esté imponiendo (y además sin debate social) la filosofía neoliberal que implica renunciar a la política fiscal discrecional, con los efectos negativos que ello conlleva y que he tratado de explicar en esos mismos textos.

El contenido verdaderamente nefasto del acuerdo

Pero lo que realmente han conseguido de esta manera los líderes de ambos partidos, es decir, haciendo creer que asumen rígidos criterios de austeridad cuando en realidad no los van a ser, ha sido comportarse como verdaderos trileros porque mientras llamaban la atención sobre el debate del techo presupuestario lo que estaban haciendo era incluir, sin apenas comentarlo públicamente, un nuevo precepto en la Constitución que da “prioridad absoluta” al pago de la deuda y los intereses frente a cualquier otro compromiso de pago del Estado.

Es decir, los parlamentarios del Partido Popular y del PSOE están dispuestos a aprobar sin recurrir al referéndum que permitiera que el pueblo se pronuncie al respecto que si en algún momento faltaran ingresos se dejarían de pagar los servicios más básicos del Estado para hacer frente antes que nada a los compromisos de la deuda.

Esta es, pues, la auténtica clave de la reforma. Una concesión vergonzosa a los poderes financieros que es muy grave por cuanto que supone una cesión de la soberana capacidad de decisión del pueblo español para determinar en un momento dado la prioridad que quisiera darle a sus compromisos de financiación.

En mi opinión, quienes promueven esta medida siguiendo el mandato de intereses extranjeros están traicionando a los intereses nacionales y al impedir que el pueblo español, que es el verdadero poder constituyente que podría cambiar con legitimidad la Constitución, se pronuncie sobre una cuestión tan fundamental están prostituyendo la Carta Magna y convirtiéndola en papel mojado para quienes de verdad asuman los principios del constitucionalismo democrático. Como acaba de señalar claramente Rubén Martínez Dalmau en su artículo ¿Quién puede reformar legítimamente una Constitución democrática?

“Cualquier modificación de la Constitución por parte de un órgano que no es el poder constituyente, aunque sea legal -también autoritarismos y fascismos se han fundamentado en la legalidad- no es otra cosa que la apropiación de la soberanía popular por un órgano ajeno al pueblo; es decir, el fin del constitucionalismo democrático (…)

Si la Constitución no es otra cosa que la voluntad del poder constituyente, la respuesta a esta pregunta, desde el constitucionalismo democrático, no puede ser otra: sólo el pueblo puede modificar legítimamente su Constitución. Lo contrario es negar la naturaleza de la legitimidad del sistema democrático en el que creemos vivir. Si la Constitución queda en manos de otras personas -gobiernos, mayorías en los parlamentos, reyes-podremos hablar de otra legitimidad del poder político, de democracias más o menos limitadas, de decisiones mayor o menormente acordadas. pero nunca de constitucionalismo democrático”.


La alternativa, Asamblea Constituyente

Frente al engaño con que se quiere llevar a cabo esta reforma ilegítima de la Constitución que además puede comportar en el futuro un grave daño para los intereses de la nación no cabe otra alternativa, como también indica Rubén Martínez, que activar un nuevo poder constituyente que elabore una nueva Constitución en una nueva Asamblea, un horizonte que me parece fundamental que asuman los movimientos que giran en torno al 15-M y, en general, todas las personas sin distinción de ideologías o posiciones políticas que deseen vivir en una verdadera democracia.

Acuerdo